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martes, 11 de diciembre de 2007

¿Por qué?

Porque sí. Porque desde hace años representa la viva imagen de un capataz ya viejo para los nuevos y eterno para los fieles a él. Porque supo enfocar al costalero desde el punto de vista romántico del asunto, siendo de los primeros en meterse debajo de un paso en esta ciudad que un día los romanos llamaron Porto Maro y uno de los últimos viejos capataces que aún sigue pegando martillazos cuando llega Semana Santa.

Porque cuando yo era un chiquillo, en algún ensayo cualquiera de un lunes de Pascua se acercó hasta mí, me echó un brazo por los hombros y mirando hacia el paso me dijo que éste, Alvarito, es el efecto Soledad, y se rió entre dientes, con esa media sonrisa tan suya de perro viejo. Con la misma media sonrisa con la que un día él y dieciséis hombres más se metieron debajo de Ella para salir por la puerta de Santiago y entrar de lleno en la memoria imborrable de sus compañeros, que es la única que de verdad hace eternas estas cosas.

Porque me hizo comprender que debajo de un paso son tus antepasados, tus padres, tus hermanos, tus amigos, las mujeres que aquél año estuvieron recogiendo hasta el mismo amanecer, el chaval que un día se acercó a la cruz de Mayo y ya estuvo dos semanas poniendo tapas hasta las tantas de la noche y muchos otros más que ahora la miran a Ella embelesados cuando vuelve cansada los que están ahí debajo contigo, o al menos los que han permitido que tú estés ahí debajo cada año y por los que, sin dudarlo, has de cumplir cada Viernes Santo. Y pienso yo para mí que a lo mejor es eso lo que ha de entender un costalero por devoción.

Porque aún me entra una melancolía muy mía si recuerdo aquellos “Alvarito hijo, llámate un poquito”, que no eran sino defectos míos de juventud por no saber fijar una pata, pero que tenían la dichosa virtud de hacerme feliz. Porque me hizo llorar aquél año, frente a las Puras. Porque me enseñó que cuando Ella vuelve de recogía, la Soledad pone orden en el desconcierto que los capillitas organizamos durante el resto del año. Sin más armas que sus lágrimas y sus ojitos de pena, Ella nos enseña cada año, a las puertas de Santiago, qué es Semana Santa.

Por todo esto y mucho más, y a pesar de sus posibles defectos, para mí ha sido y sigue siendo el mejor capataz de Almería. Y creo que es motivo suficiente para dedicarle, qué menos, esta humilde página. A don Manuel Fernández Gil. Capataz de capataces.
Álvaro Blanes Pérez
Pamplona, 31 de Agosto de 2006

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